martes, 27 de febrero de 2007

Filosofia para niños ¿Mito o realidad?

Filosofia para niños ¿Mito o realidad?

Filosofía para niños: ¿mito o realidad?

Olga Grau Duhart

Noviembre 2005

Se debe enseñar conversando

José Martí

Quisiera torcer el sentido de la pregunta que convoca esta mesa, problemática e incómoda en su misma formulación por su carácter bífido, como también por ser eco de preguntas y reservas habituales en el medio académico de quienes piensan de un particular modo la infancia y también la filosofía. Desde la pregunta ¿Qué tienen que ver los niños con la Filosofía o la Filosofía con los niños? -que podría, desde otra intención reflexiva, ser una pregunta muy productiva-, hasta la insistencia en las etapas de desarrollo cognitivo que harían impensable las condiciones del pensamiento abstracto en niñas y niños, se puede recorrer el espectro de las sospechas respecto de la relación filosofía e infancia.

El infans, el que no tiene palabras, corresponde a la tradición de un modo de concebir la infancia, que la constituye en su falta de lugar, o en su posición inferiorizada en la sociedad. El espacio de los adultos y el “adultocentrismo” como actitud de éstos, ha operado una marginalización dejando fuera del espacio del habla a quienes se les ha supuesto una menor capacidad pensante. La filósofa María Zambrano nos acerca una reflexión sobre el infans, que cambia la posición de los términos niño y adulto. “El mundo de los niños es opaco a los mayores porque está lleno de historias, de oscuras, mágicas, poéticas, historias que ellos no pueden contar porque las viven. Y en lo que tenemos de niño vivimos nuestras historias. Se diría que todas las historias lo son de niños, por eso todo protagonista de novela por grandes que sean sus errores, enternece: porque sin darnos cuenta nos remueven nuestra infancia, aunque la historia tenga un argumento que no corresponda en nada a la niñez.” Si bien al texto sucede otro desarrollo que para nuestro propósito podemos dejar fuera, pareciera de él desprenderse que lo que hacemos en nuestra vida de adultos es siempre narrar nuestros episodios de infancia, de manera mediada, transpuesta, tal vez escenas repetidas, desde ese lugar donde experimentamos las primeras emociones y sentimientos intensos y profundos, nuestros descubrimientos más notables, las velocidades impresionantes de la mente, la conexión asombrosa y heteróclita de las cosas y la desconcertante presencia del lenguaje en su relación con ellas.

La idea de la adultez como remoción permanente de la infancia, en sus aspectos narrativos, puede emparentarse con la concepción freudiana de la significación matricial (no son los términos de Freud) de la vida infantil en nuestro psiquismo. Freud mostró las complejas relaciones en las que se despliega la psiquis polimorfa de la niñez, las fases y facetas de lo pulsional y las huellas mnémicas conscientes e inconscientes que éstas dejan, para traducirse más tarde en relatos a ser contados o a ser vividos. Gastón Bachelard, en un libro muy sugerente, afirma, en lo que vemos algunas afinidades con las ideas expuestas, que “Cuando, en la soledad, soñamos largamente, alejándonos del presente para revivir los tiempos de la vida primera, varios rostros de niños vienen a nuestro encuentro. Fuimos varios en ese ensayo de nuestra vida, en nuestra vida primitiva”, varios desde los cuales elaboramos nuestro presente, filtrados en nuestra actualidad.

Desde el campo de la disciplina filosófica se puede estimar que el diálogo que se da en los talleres de filosofía con niñas y niños, facilitado por quienes lo animan, no alcanza la complejidad y densidad de las disquisiciones filosóficas. Sin embargo, si consideramos la reflexión filosófica que en ese espacio se produce, podríamos advertir su potencia creativa de imágenes y conceptos, de descubrimiento e invención, y considerarla como una forma de ejercer las posibilidades del pensar sobre asuntos que han interesado de manera fuerte a la filosofía. Ello puede redundar en un amor por la filosofía, en hacer de ese misterioso deseo y voluntad de pensar un modo de estar en el mundo, el cultivo de una praxis a seguir ensayando de múltiples maneras, que interroga y problematiza lo que ya se cree comprendido. Asimismo, sensibilizar el oído para lo que nos parece en un primer momento sin cabeza y sin pies, como el chico que dice que el sol se parece a un tren. “Los dos van por un riel”, responderá cuando se le pida el por qué de su decir.

El gran valor del filósofo Mathew Lipman, autor del Programa de Filosofía para Niños, es haber producido una ruptura en el modo habitual de concebir la relación infancia y filosofía, otorgando un especial valor a las capacidades pensantes de niños y niñas que pueden ser expresadas y potenciadas a partir de situaciones dialógicas. Podemos tener puntos de vista críticos respecto del Programa de Filosofía para Niños tal cual fuera diseñado y concebido por Lipman, pero no tendremos dudas respecto de su valor como giro epistemológico.

Por las consideraciones anteriores, en el desvío a la pregunta que nos convoca, Filosofía para Niños: ¿mito o realidad?, quisiera permitirme un gesto de cercanía al dominio de lo mítico y lo que éste puede revelarnos para la comprensión del encuentro con niñas y niños a través de la experiencia de la filosofía con ellos.

En las sociedades antiguas, la forma del lenguaje es el “régimen de la polisemia”, en términos de Barthes. Para este autor, “Hegel decía que los antiguos griegos atribuían sentidos múltiples a todos los fenómenos naturales y humanos: a los bosques, a las fuentes, a las selvas, a los ríos, todo estaba dotado de sentido y, por consiguiente, toda la naturaleza se le aparecía al hombre –y se le aparece al hombre mítico- como animada por una especie de estremecimiento del sentido. La expresión es muy bella y designa precisamente ese poder simbólico de la sociedades, sobre todo de las sociedades míticas”.

Lo que interesa a nuestro propósito, con relación a lo anterior, es la dimensión polisémica del lenguaje, que puede también ser hallada en el lenguaje poético de manera evidente, en los procesos del pensar creativo y asociativo, en la imaginación ensoñada o en la fantasía onírica del inconsciente, estructurado, a juicio de Lacan, como un lenguaje. En otro orden de cosas, dimensión polisémica presente en los síntomas expresados en el cuerpo que dan a lugar a distintas interpretaciones médicas y, en definitiva, en las lecturas hermenéuticas.

Asimismo, la dimensión polisémica se la puede encontrar de manera particular en las percepciones que tienen niñas y niños de los fenómenos que observan y que dejan expresadas en su oralidad, en sus escrituras y en sus expresiones plásticas. En todas esas expresiones se puede reconocer el extraordinario aspecto lúdico de la multiplicidad de sentidos que pueden tener las cosas.

En sus juegos de imitación, de cambio de roles, de creación de personajes, de invención de escenas y generación de situaciones fantasiosas, reina esa multiplicidad, que nunca es abandonada del todo en nuestras vidas adultas y que encuentra un otro cultivo en las prácticas estéticas. En otro juego, en el diálogico, que nos interesa particularmente por ser la base de la experiencia de filosofía para niños, comprometemos a las palabras en un movimiento de inesperados sentidos, de polivalencias semióticas donde no rige la pretensión de sentido único y donde es posible recoger la fuerza de la multiplicidad de los puntos de vista apoyados en la diversidad de las experiencias de comprensión de las cosas.

Las palabras traen y se dirigen a distintos rostros. En las palabras que articulamos, en las imágenes que configuramos, en los nombres, están las palabras oídas de otros, vistas en la escritura de otros, sobre las que se sostiene nuestra particular manera de hacer lenguaje e inventar modos de decir y de nombrar. De tal manera que en el decir de cada cual está la historia de nuestro lenguaje personal, como también la de nuestra biografía. El carácter de significaciones múltiples del lenguaje, que se da en los intercambios con los demás, se relaciona estrechamente con los lugares desde donde se habla, las situaciones, los trayectos, los recorridos biográficos, y las particulares formas de la imaginación.

Bajtín, teórico de la lengua, ha hecho uno de los más lúcidos aportes en la comprensión del lenguaje de los enunciados, en sus ecos y resonancias, privilegiándose en estas metáforas la dimensión de la oralidad, y por tanto, podríamos decir, de la conversación. La función comunicativa del lenguaje es realzada por Bajtin, para quien la comunicación discursiva implica un proceso complejo, multilateral y activo: “(…) el oyente, al percibir y comprender el significado (lingüístico) del discurso, simultáneamente toma con respecto a éste una activa postura de respuesta: está o no de acuerdo con el discurso (total o parcialmente), lo completa, lo aplica, se prepara para una acción, etc.; y la postura de respuesta del oyente está en formación a lo largo de todo el proceso de audición y comprensión desde el principio, a veces, a partir de las primeras palabras del hablante. Toda comprensión de un discurso vivo, de un enunciado viviente, tiene un carácter de respuesta (a pesar de que el grado de participación puede ser muy variado); toda comprensión está preñada de respuesta y de una u otra manera la genera: el oyente se convierte en hablante.”

También dirá Bajtín, más adelante: “Uno no puede determinar su propia postura sin correlacionarla con las de los otros”.

Este enfoque es completamente sintónico con el de Filosofía para Niños, en su carácter dialógico, que en la práctica se da tanto con niñas y niños como también en los talleres con adultos. Generalmente se habla de los efectos que tiene la Filosofía para Niños en los mismos niños o niñas, y no se hace mayor referencia a lo que ocurre en el taller de formación de profesoras y profesores. En ese espacio de trabajo, algo ocurre con ellos, por cuanto se disponen abiertamente para pensar por sí mismos desde lo que escuchan de otros. La alteridad marca la experiencia dialógica, en contraposición o en afinidad, creando alternativas para pensar los problemas o asuntos que forman parte del diálogo filosófico. Existen momentos de alta energía grupal, que pueden ser vividos gozosamente, o en una suerte de tensión dentro de un ánimo de acogida. En esos momentos el diálogo tiene un momento de suspensión e interrupción, el silencio también hace su sitio, y las palabras que le suceden están cargadas de mayor significación, porque proceden de un lugar de recogimiento, porque algo se nos ha presentado en su novedad, algo ha acontecido y algo que parecía ser nuestro, ya apropiado, ha caído. La expresión “Ya no pienso como pensaba” la hemos oído tanto de parte de niñas y niños como de quienes viven del enseñar a otros. La permanente constitución de nuestra subjetividad se hace en tanto somos sujetos en comunicación con otros sujetos que nos oyen respondiéndonos.

Desde posiciones horizontales, en el espacio de la conversación filosófica, el ensanchamiento de la inteligencia y del ánimo se da notablemente; y es en el espacio de la conversación donde se reconstituye, en términos del filósofo Humberto Giannini, nuestra experiencia. La conversación, “es contar, es rescatar experiencia y si un ser humano no rescata experiencia a través de la conversación, realmente se vuelve una máquina”. En la conversación, todos entran como iguales, no hay jerarquías, es un “encuentro de experiencias”. De ese modo, el lenguaje “es más que el lenguaje, es donde se juega el sujeto con otro”.

Los filósofos Deleuze y Guattari también han elaborado la noción de la horizontalidad, privilegiando la metáfora del rizoma por sobre la estructura arbórea, para dar cuenta de los movimientos en el plano horizontal en los que se desplaza el pensamiento. Lo rizomático descentra, desjerarquiza, extiende imprevisiblemente sus raícillas haciendo posibles múltiples relaciones y direcciones de sentido y de significación. Lo rizomático establece polisemias, y abre inconmesurables posibilidades a la creatividad e invención del pensar. También hace posible la comprensión de las conexiones existentes entre diversos campos, de “todas las clases de “devenires”.”

En los talleres de Filosofía para Niños, esa horizontalidad es propiciada y forma parte de los fundamentos filosófico-democráticos del programa de Lipman y, a mi juicio, la figura del círculo en el que se organizan quienes intervienen en él, crea algunas condiciones materiales, físicas para un encuentro de sujetos que rescatan su experiencia, y piensan con otros. En las sesiones que he realizado con estudiantes de pregrado de Filosofía, he insistido en la idea de la presencia de los rostros, de un espacio en que nadie le vuelve las espaldas a nadie, donde las nucas no hacen desaparecer los ojos. Cada rostro conteniendo una historia de vida, un modo de percibir, pensar y sentir, portando un carácter de indispensabilidad.

En este punto, me gustaría recordar una intervención que hiciera Maximiliano López en el II Encuentro Internacional sobre Filosofía y Educación, en Río de Janeiro, y le pido excusas si mal lo recuerdo, respecto de una suerte de optimismo de mi parte respecto de la comunidad de indagación como espacio donde el círculo participaría de las condiciones de producción de la horizontalidad de la experiencia reflexiva. Su comentario iba por el lado de que la disposición de las personas en el círculo, donde todos miran a todos, donde quien modera tiene a su disposición la frontalidad de los cuerpos de los otros, pudiera estar generando un espacio de control de los gestos y de participación obligada. Este comentario me hizo pensar en que era posible que no nos estuviéramos escapando de formas más sofisticadas de control, de otra modalidad del ojo panóptico, de voluntarismos pedagógicos, imponiendo otro deber ser, fijando figuras. No recuerdo exactamente mi comentario a su comentario, pero aludí a la importancia de la presencia de los rostros que muestran, cada cual, su alteridad respecto de los demás. Pienso ahora que sólo debería estar en el círculo quien quisiera estar, que fuera un espacio de gratuidad, que convocara siempre más al placer que al deber, que pudiera ser atractivo y convocador para los que no asisten por efectos que reconocen en los que asisten y de lo que se enteran por ellos. Una comunidad de indagación elegida y deseada

Ese aspecto, el de la gratuidad, es lo ausente en los espacios escolares, salvo excepciones, donde prima la planificación, lo programático, los grados en escalas esquemáticas, la definición de objetivos y contenidos válidos para todos universalmente. Me encuentro en una suerte de inquieta apreciación de los espacios escolares como estructuras un tanto obsoletas que lo que más hacen, todavía, es contener las energías infantiles y adolescentes en gruesas mallas, ofreciendo innumerables situaciones donde se aprende la sociedad y la cultura en que estamos a través de ese poderoso currículum oculto, reproductivo de discriminaciones de género, etnia, clase social, configuración estética. Ofrecer talleres de libre elección, diversos, múltiples, puede ser una alternativa a la rigidez del sistema escolar, y en ellos un lugar para los talleres de filosofía para niños, puede contribuir a que las “corrientes de aire” se muevan. Corrientes que son necesarias, que despejan contaminaciones, que hacen visible el aire en aquello que mueven, que alteran benignamente el paisaje y la temperatura. También son riesgosas y los adultos suelen cuidarse más de ellas.